Tan vacía como el cielO (2008)
Tamara González Mavi Portilla Patricia Muldoon Gabriela González Esperanza B. Puente Ana Luisa Tejeda Maricarmen Mendoza |
Mis pies son miL (2006)
Gabriela González |
DesasociegO (2004 Ana Luisa Tejeda |
Muros de VientO (2002)
José Luis Lugo |
Hojeando Recuerdos (1999)
Patricia Muldoon |
viernes, 11 de julio de 2008
Libros publicados
jueves, 15 de noviembre de 2007
Libros Publicados (Ediciones Williams)
martes, 6 de noviembre de 2007
Textos
Marycarmen Mendoza
En el espejo
mi vientre liso, liso.
Desasosiego.
Ana Luisa Tejeda
Espirales
Apenas comenzaban las lluvias mi nana y yo nos dirigíamos a la huerta, cada uno llevábamos una vasija en las manos. La mía de color rojo.
Descubrir caracoles entre la hierba era el juego de esos días tan largos. Con el índice, recorrí uno a uno el caparazón de muchos caracoles. La sensación de la espiral en la yema de mi dedo, diez, cien veces, se extendía por mi cuerpo como un cosquilleo; terminaba con la mejillas arreboladas y los ojos de mi nana encima.
Tamara González
Alguien sabe
¿Alguien sabe
que hago como que
siento sin sentir?
Ni el viento, ni el agua,
tan vacia
como el cielo.
En vano espero...
Tan quietas las olas
que me mueven por dentro.
Tal vez un rayo,
el choque de un tren,
o el silencio
me quiten de enmedio.
Mavi Portilla
Doce pinceles
piden asilo Blanco.
Aquí, Guernica.
Patricia Muldoon
Desafío
¡Lárguense de mi memoria!:
¡Mierda con la codicia!
¡Mierda con la humildad!
¡Mierda con la pereza!
¡Mierda con la abstinencia!
¡Mierda con la avaricia!
¡Mierda con la templanza!
Mavi Portilla
Certeza
La taza vacía frente a ella era la prueba de que la conversación había sucedido. En ese momento necesitaba pruebas.
Inmóvil, María gira con la espiral negra que oprime su pecho y de vez en cuando se agarra a los brazos de hierro forjado de la silla de jardín que la sostiene, en el café Torino del que Gustavo acaba de partir dejando una sentencia que sube con las náuseas por su esófago.
La tensión de la espalda de María a punto de ser dolorosa la mantiene alerta, como si fuera a enfrentarse a un enemigo íntimo.
Los zapatitos de bebé siguen en la bolsa de papel junto a sus piernas.
La servilleta comienza a llenarse de rayas, trazos, manchones que surgen de la pluma como una pregunta.
- ¿Desea algo más?
- Señorita perdone. Ya estamos cerrando.
Recostada en el sofá de la sala de Andrea, María se cubre las piernas con la manta azul suave y deslavada que trajo de casa de sus padres. Su amiga de toda la vida le acerca un tazón de consomé, recoge la bolsa de papel aventada en los pies del sillón y la guarda en el armario.
El cansancio la vence. Los músculos de María se aflojan. Las facciones retoman sus rasgos inexpertos.
La luz del alba ilumina el departamento, la oscuridad también se aleja de su mente. Antes de meterse a la tina María se quita la medalla de la virgen del Pilar que tiene grabado la hora en que nació. Cuando sale del agua encuentra una nota: Te estuvieron llamando, una enfermera, dejó un recado en tu celular.
Decidida María llama a la clínica.
- Doctor…-dice – No voy a hacerlo. Cuelga.
La ligereza que la envuelve se convierte en hambre. Durmió tantas horas…
Ajo, orégano y tomate invaden la cocina. Los aromas le devuelven los sentidos. Todo su cuerpo se lo confirma.
María se afana en descorchar el vino cuando escucha la llave en la cerradura. Su compañera respira aliviada al verla con la copa en la mano.
María sonríe:
- Se llamará como tú… Andrea.
San Lorenzo
Esa puerta del fondo, la del jardín
se abre a medias
a mi tacto.
No se usa casi…
madera vieja
Escalera exterior,
peldaños oxidados junto
a un prado verde otoño
Pasos libres
hasta el estrecho y pesado puente
de hormigón
Varios grupos de hojas amarillas
expuestas, vulneradas,
sobre el prado
piso la raya del atardecer.
La soledad
acompaña
en el río,
no se detiene nunca
cubriendo la tierra.
Se funden con ella,
confunden
cobrizas
arrebatadas del árbol,
perdidas
rumbo a la iglesia,
aire frío y húmedo
luz apenas
del anochecer,
entre un pueblo
y otro
No hay nada en esos paseos
bajo la sombra
alumbrados por estrellas
dispersas
Imposible distinguir
lo que antes había sobre el prado
Esperanza B. Puente
Agonía
ARENA SECA
El fresco de la mañana le hizo cambiar de opinión: perdonaría. Sí, perdonaría. Porque un amanecer frente a la playa tomando café de costa era el mejor augurio. Los fantasmas se habían coludido con la noche, pero ahora estaba sentada en la terraza con el sol nuevo en la cara.
Aunque descuidado, el departamento lucía un extraño encanto y Delfina, estrenando ánimo, se ve al espejo: hermosa y perfumada. Ensaya palabras que resucitarán la relación con su marido.
- ¿Y mi papito?- irrumpió una voz.
La niña: otra razón de peso. Sus bucles negros y su piel cremosa eran la adoración de Luis Felipe. Delfina no lo confiesa, pero siempre ha estado celosa de ellos. Padre e hija, de pieles blancas y cuerpos graciosos., eran tan iguales que se sentía desterrada. Ellos dos. Únicamente.
Hace cinco días que Delfina y María Inés chapotean en la playa comiendo ceviches de pescado. Pero justo cuando están más contentas y ella recuerda que Luis Felipe no la toca, en ese momento, María Inés balbucea: “Quiero que venga papá”. Delfina se aguanta las lágrimas. María Inés nunca la ha extrañado de esa manera.
El vestido de flores blancas y negras, y unas sandalias de tacón puntiagudo resaltan su piel oscura. “Lo mejor de la pelea es el perdón”, se repite alegre Delfina, deseando que Luis Felipe acaricie sus muslos esa noche. Termina de pintar sus labios gruesos con una barra color rojo.
- ¿Tú crees que mi papito te quiere?
- ¡Qué dices niña! Si sólo fue un enojo.
- No. El no te quiere.
Mientras María Inés toma el bilé de su madre, Delfina observa su rostro de muñeca. No puede creer que en ese instante, simplemente, la odia. Por recordarle su piel oscura y labios gruesos. Sus tacones se han clavado en el granito viejo, sus mandíbulas se traban, las mejillas se han encendido… Una gota de sudor rueda de la sien al pómulo. Sin dudarlo, Delfina acomoda su mano para lanzar la bofetada que explotará en esa cara angelical. Se oye el timbre.
- Ya llegó, ya llegó… ¡Es mi papá!
Delfina se congela con el brazo en avanzada y la vista fija. El corazón es el único indicio de vida en su cuerpo redondo y, en un acto casi de magia, recobra la sonrisa. Su mano tiembla pero la cierra en un puño para no delatarse. María Inés abre la puerta y abraza al padre.
- ¡Pero qué temprano llegas, mi vida! - exclama Delfina como si nada.
El hombre que abre la puerta le recuerda a Delfina su maravillosa suerte. Cuántas mujeres han envidiado aquella pinta de artista de cine que ahora concuerda con su traje de lino color paja y unos lentes oscuros que porta con elegancia. Su loción se disipa entre la brisa marina.
Delfina se acerca a Luis Felipe, se quita con gracia la gota de sudor de la frente y lo estrecha recibiendo un beso en la mejilla. Siente que el corazón está a punto de brincar del escote profundo justo entre los pechos de tamaño considerable.
- ¿Qué tal me veo mamá? -. María Inés va y viene con los labios rojos y el bilé en la mano.
- Estás preciosa - contesta Luis Felipe.
- ¡Niña! Mi labial preferido…
- Déjala, Delfina… Es una chiquita.
II
El olor a viejo está presente, y, a pesar de una alfombra raída, la duela rechina al pisarla. La tía Dolores teje un suéter infinito, Mamá Lupe, la abuela, observa con la ceja fruncida, Rosario, la madre, trae del brazo a su hija Delfina, y con la otra mano, sostiene una Biblia amenazante.
- ¿Qué hizo ahora esta mocosa? - pregunta Mamá Lupe desde su sillón de gobierno en la sala.
- Anda, Delfina – dice Rosario.- dile a tu abuela qué te descubrí haciendo.
Dolores teje hábilmente sin emitir sonido. Los labios gruesos de Delfina no se abren.
- ¡Delfina! No me provoques - dice Mamá Lupe.
Los ojos de Dolores buscan la mirada de Delfina, esperando una reacción. Ella, regresa a su tejido con rapidez.
- Mamá – dice Rosario, - Delfina estaba jugando cartas en el parque con dos chamacas de la escuela.
- Tú no entiendes ¿verdad? - afirma la abuela.
- Además, apostaban- sigue Rosario, atizando el fuego.
La abuela y la madre están a punto de concordar el veredicto. El corazón de Delfina late con fuerza, su boca se vuelve una cavidad seca e independiente, imposible de controlar:
- ¡Cómo se extrañan los hombres en esta casa!
Su madre, la toma del brazo y la hinca frente a Mamá Lupe que le marca la cara con una bofetada.
Delfina quiso salir corriendo y olvidar los crucifijos en las paredes, la pila de platos sucios, la noche de los sábados encerrada en casa. Toda la tarde, estuvo en su cuarto llorando y antes de que el cansancio la venciera, Delfina rezó.
III
Detrás de la barra de caoba, Delfina sirve un hilo de ron dorado sobre unos cuantos cubos hielo. La soda oscura comienza a susurrar. Entra una brisa tranquila y fresca. Luis Felipe espera su bebida en un sillón de la sala. Delfina se dirige a él y sonríe satisfecha, recuerda a la abuela cuando le decía: Pobre de ti, nunca te vas a casar.
- Te extrañé - dice ella.
Luis Felipe toma el vaso largo con seriedad.
- Hace unos días estabas muy alterada. Tenemos que hablar…
- Vamos a comer algo, Luisito, y a bailar. Nunca lo hacemos.
- Querida…- Luis Felipe, molesto, respira hondo.
- Dame ese gusto.
Todas las madrugadas, Delfina decide olvidar. Y así, cuando sale el sol, con una taza de café en la mano, elimina la imagen de su cama fría: Luis Felipe no vino a dormir… Otra vez no vino a dormir.
En su cabeza dan vueltas los Cristos de su casa, la corona de espinas, el silencio de Dolores y el rostro de Mamá Lupe cuando conoció a Luis Felipe. Fue ahí, el 22 de julio del 54 en el registro civil. Delfina tenía cinco meses de embarazo, Luis Felipe saludó a las tres mujeres de Delfina. La enjuta anciana se acercó a su oído y le dijo: “jamás dejes ir a este hombre, Delfina.
IV
Delfina recuerda una tarde lejana de agosto. Mintió, como de costumbre. Quería divertirse y era viernes y estaba lloviendo. Todos sus compañeros de la constructora irían al cabaret. Sabe que debe regresar temprano, sin excusa ni pretexto.
- Yo la regreso a su casa, señorita Cáceres, no me cuesta nada, -. Le comentó Luis Felipe Rosas. Los muchachos convencieron al joven arquitecto por primera vez, a que se uniera al grupo.
De cómo llegó a aquel cuarto con olor a Pinol y tapiz deslavado darían cuenta la canción aquella del cabaret, varios tragos de ginebra y la decisión de una mano varonil bajo su falda.
A media noche despierta junto a Luis Felipe que aún duerme. Le asusta la hora, pero él es una imagen de carne blanca y lisa, un niño despeinado con hombros salpicados de pecas, hacen sonreír a Delfina. Ésa, era su noche, le pesara a quien le pesara: su abuela, su madre, su tía y Susana, la eterna novia del arquitecto.
Mientras Delfina besa aquel cuello blanco, Susana duerme plácidamente con mechones rubios sobre la cara. Una colección de vestidos de seda en el armario velan su sueño. Sobre el buró, Luis Felipe la toma de la cintura en una fotografía con marco de plata.
Camino a casa en un viejo taxi, a Delfina le tiemblan las manos. Jamás ha llegado tarde. Ahí estarán las tres mujeres, que le gritarán mil veces puta.
V
- Arquitecto, tengo que decirle…
- ¿Ya le habló al Ingeniero Verduzco?
- Sí, no estaba en su oficina… pero…
- También comuníquese con Susana. Dígale que voy a llegar tarde al restaurante.
Habían pasado dos meses de aquella noche. Al día siguiente, Luis Felipe marcó una distancia infinita cuando la saludó de usted.
- ¿Me decía Señorita Cáceres?
Delfina cerró la puerta del privado.
- Arquitecto…
- ¿Sí?
- Estoy embarazada.
- ¿Qué?
- Luis Felipe, no quiero recordarte que hace dos meses...
- ¿Usted lleva la cuenta?
El arquitecto sintió cómo se abría una grieta en el piso.
Vino la tarde lentamente, el sol se ponía en la ciudad. Luis Felipe miraba por la ventana, parecía más delgado que cuando llegó al despacho. Al fin susurró.
- Primero es el honor.
VI
- Delfina… ¿hablamos?- pregunta Luis Felipe, con un trago de Cuba Libre en la garganta.
Ella se acerca rápidamente al tocadiscos, coloca un LP negro y brillante.
- Tu canción –dice-: Arena Seca. Como aquella vez en el cabaret, con todos los compañeros de la oficina ¿te acuerdas?
- Tenemos que hablar…
- No es momento Luisito, ahí está María Inés.
La niña dibuja en el comedor del departamento y voltea. Su madre le sonríe.
Delfina camina hacia Luis Felipe, rodea con los brazos su cuello, busca un beso. Sus pechos se comprimen contra un tórax helado. Después de unos segundos, Luis Felipe la aparta.
María Inés los observa divertida. Su crayones delinean tres figuras: un hombre de la mano de una niña y, a lo lejos, una mujer morena. Tras el ventanal de la terraza, cae la noche.
Delfina cae rendida en su cama, no tiene sueño. Espera.
En la sala, Luis Felipe fuma sin parar. Ha ido al cuarto de María Inés varias veces. La ha besado en la mejilla, le ha acariciado el pelo. El reloj marca las once.
Duele el rechinido de la puerta principal. Delfina se dirige a la terraza, el mar refleja las luces de los yates. Escucha una rumba lejana. Aprieta los dientes.
Desde el barandal, observa a Luis Felipe cinco pisos abajo, en el malecón. Un vestido de seda le alcanza. Su melena rubia, impecable. Delfina puede asegurar que el bolso y los zapatos combinan con el azul de sus ojos.
Sus latidos se detienen abruptamente. María Inés aparece silenciosa junto a ella, asoma su cara blanca, como la luna, entre los barrotes.
- ¿Qué bonita es, verdad? Pero no te preocupes, mamá, mi papito va a regresar.
Delfina pasó la noche con los ojos abiertos escuchando la marea. Esperando el amanecer, con la taza de café de costa en la mano, vendrían el perdón, jamás dejes ira ese hombre, y el olvido.
Ana Luisa Tejeda
Abierto las 24 horas
Patricia Muldoon
Herencia